La Sábana Santa de Turín; el Santo Sudario de Oviedo; la Corona de Espinas de Notre Dame; los Lignum Crucis de Santo Toribio de Liébana o Caravaca, o de la Vera Cruz vallisoletana; el Santo Cáliz de Valencia; la Túnica inconsútil de Tréveris (Alemania); el oro, incienso y mirra conservados en el ortodoxo Monte Athos (Grecia); el Pilar de la Flagelación en Santa Práxedes, y el Titulus Crucis —el INRI—, ambos en Roma…
Las reliquias del Señor han sido muy preciadas. Al venerarlas se da culto a quien estuvo en contacto con ellas. Según la tradición, hasta Roma llegó la Scala Santa, los veintiocho peldaños por los que Cristo subió al pretorio de Pilatos; y a Loreto (Italia), llevada por ángeles, la casa de la Virgen en Nazaret.
Mas ¿cómo guardar o transportar el mar de Tiberíades, el río Jordán, Belén o Jericó, el desierto de Judea, el monte Tabor, o los pueblos de Galilea? Las fuentes en las que bebió, las colinas donde predicó, los caminos por los que anduvo…: las tierras todas en las que vivió el Señor, son un inmenso relicario. Por eso se llama Tierra Santa. Y sufre hasta hoy: como si el Calvario se prolongase veinte siglos.
En el año 70, las legiones de Tito destruyen el Templo de Jerusalén; en el 136 las de Adriano arrasan Israel. En el siglo VII, los árabes arrebatan Palestina a Bizancio. En 1099, Godofredo de Boullión culmina la primera Cruzada; en 1291 caen los templarios de San Juan de Acre. Nueve cruzadas… y siglos musulmanes: Ayubíes, Mamelucos y el Imperio Otomano. Tras el Mandato Británico, la partición en dos estados: judío y árabe. La Guerra de los Seis Días, la de Yom Kipur, las Intifadas…
Nunca faltaron las peregrinaciones. La hispana Egeria relató la suya en el siglo IV. Para facilitarlas, Clemente VI consolidó la Custodia franciscana de los Santos Lugares. Karol Wojtyla, peregrino en 1964, escribió exultante: “¡Encontrarte a través de la piedra que fue pisada por el pie de tu Madre!
”. Francisco ha dicho: “dar a conocer Tierra Santa, significa transmitir el ‘Quinto Evangelio´
”.
San Josemaría albergaba la ilusión de que muchos pudieran “rezar, arrodillarse y besar el suelo que Jesús pisó
”; con esta inspiración se levantó, para los peregrinos, el Centro Saxum —“roca” en latín, como san Josemaría llamaba al beato Álvaro del Portillo—, cerca de Jerusalén.
En la “tierra que mana leche y miel
” (Dt 26, 9), vuelve a correr la sangre. Una herida purulenta lacera la cuna de la cristiandad. No debemos permanecer indiferentes. ¡Hagamos y ayudemos cuanto esté en nuestras manos! Sobre todo rezar. Con esperanza: porque la guerra y las bombas nunca podrán borrar las huellas divinas que refulgen en la Tierra Santa.