Editorial Nº 32. Junio / 2019
Sobre la muerte se ha escrito mucho y lo han escrito los vivos. Junto al amor o la felicidad, no puede faltar en una recopilación de citas. Se la trata con solemnidad o con fingida desenvoltura, pero es imposible despojarla de ese aire que la convierte en el hecho más trascendental de la vida. Desde el epitafio de Groucho, “perdone que no me levante”, hasta el “aquí reposa, no hizo otra cosa”, el humor intenta mitigar ese carácter trágico e irreversible. La muerte desconcierta. Alguien dijo: “tremendo, se está muriendo gente que no se había muerto nunca”.
José Ramón Ayllón, en su obra “Filosofía mínima”, recuerda a un amigo ahogado un verano en una playa de Galicia. Era Don Jesús López Acosta, también profesor de Peñalba. A él y a la muerte les dedicó la primera clase de Filosofía del siguiente curso. Dice que la muerte “constituye la mayor provocación para la inteligencia, pues es el supremo escándalo de la vida”; y dice que nos deja pensativos y nos vuelve pensadores, al plantear las preguntas fundamentales sobre el sentido de la existencia. Con Platón afirma que la filosofía es una meditación sobre la muerte.
“El máximo enigma de la vida humana es la muerte” (Gaudium et spes, Concilio Vaticano II). La sociedad moderna, que no tiene respuesta a tan dramático interrogante, opta por ocultarlo. Ya no se oye en los campanarios el toque de difuntos, cadencioso y extrañamente poético. Los camposantos están lejos… y no recorre nuestras calles la presurosa figura del viático. Como el avestruz, la modernidad esconde la cabeza bajo los bienes efímeros de la tierra, y cuando se asoma y ve que se acaban, concluye con Sartre que “el hombre es una pasión inútil”.
Nosotros somos unos privilegiados. Con la beca de Peñalba nos regalan una brújula y un mapa. La brújula señala el norte de la vida que, como la estrella polar, está en el cielo. El mapa conduce a un Tesoro, escrito así, con letra versal, porque como dijo San Josemaría, morir es: “Vivir con mayúscula”. Para siempre.
No son sólo palabras bonitas. Es una convicción honda, que nos ayuda a valorar y a aprovechar mejor cada minuto del presente. Y a afrontar con serenidad la muerte. Por eso recordamos a los antiguos alumnos fallecidos. Y cuando la muerte visita la casa de uno de los nuestros, le arropamos todos con la oración y el cariño. No debemos presumir de esta consoladora certeza, porque es un don que se nos da; pero estamos llamados a compartir con los demás nuestra alegría y nuestra esperanza.